PREG. ¿Qué necesidad hay de renacimientos sucesivos, puesto que en ninguno, se consigue alcanzar la paz permanente?

TEÓS. La meta final sólo puede lograrse por las experiencias de la vida, y la masa de esas experiencias está formada por el dolor y el sufrimiento. Sólo gracias a estos últimos podemos aprender. Los goces y los placeres nada pueden enseñarnos; son pasajeros, y a la larga sólo producen la saciedad. Además, nuestra constante imposibilidad de hallar satisfacción permanente en la vida, capaz de llenar las necesidades de nuestra naturaleza más elevada, nos demuestra claramente que sólo pueden ser aquéllas satisfechas en su propio plano, es decir, el espiritual.

PREG. ¿Es un resultado natural de esto el deseo de abandonar la vida de un modo u otro?

TEÓS. Si por ese deseo entendéis “el suicidio”, os contesto terminantemente que no. Jamás puede semejante resultado ser “natural”, y es siempre debido a una enfermedad morbosa del cerebro o a opiniones materialistas arraigadas. Es el peor de todos los crímenes, y terrible en sus resultados. Pero si por deseo os referís simplemente a la aspiración de alcanzar la existencia espiritual, no al deseo de abandonar la Tierra, en tal caso la consideraría, seguramente, como muy natural. De otro modo, la muerte voluntaria sería la deserción de nuestro puesto actual y el abandono de los deberes que nos incumben, así como el intento de eludir las responsabilidades kármicas; todo lo cual implica la creación de nuevo Karma.

PREG. Si las acciones en el plano material no satisfacen, ¿por qué los deberes, que son esas acciones mismas, han de ser tan imperiosos?

TEÓS. Ante todo, porque nuestra filosofía nos enseña que el objeto de cumplir con nuestros deberes respecto a todos los hombres, y en último término respecto a nosotros mismos, no es la adquisición de la felicidad personal, sino la de los demás; el cumplimiento del bien por el bien mismo, no por lo que pueda reportarnos. La felicidad, o mejor dicho, la satisfacción, puede ciertamente resultar del cumplimiento
del deber, mas no es ni tiene que ser el motivo para ello.

PREG. ¿Qué entendéis precisamente por “deber” en Teosofía? No pueden ser los deberes cristianos predicados por Jesús y sus Apóstoles, puesto que no reconocéis a ninguno de éstos.

TEÓS. Os equivocáis nuevamente. Lo que llamáis “deberes cristianos” fueron inculcados por todos los grandes Reformadores morales y religiosos siglos antes de la Era Cristiana. No sólo se trataba antiguamente de todo lo que era grande, generoso y heroico, siendo objeto, como hoy día, de predicaciones desde el púlpito, sino que se practicaba a veces por naciones enteras. La historia Buddhista está llena de los actos
más nobles y más heroicamente generosos. “Sed todos una sola voluntad; compadeceos el uno del otro; quereos como hermanos, sed misericordiosos, afables; no devolváis mal por mal, o injuria por injuria, sino al contrario, sed bondadosos.” Observaban prácticamente estos preceptos los discípulos de Buddha, algunos siglos antes de Pedro. Es grande, sin duda, la Ética del Cristianismo; pero también es innegable que no es nueva, y que nació del mismo modo que los deberes “paganos”.

PREG. ¿Y cómo definís estos deberes, o ese “deber”, en general, según lo entendéis?

TEÓS. El deber es aquello que se debe a la Humanidad, a nuestros semejantes, a nuestros vecinos, a nuestra familia, y especialmente lo que debemos a todos aquellos que son más pobres y desamparados que nosotros. Ésta es una deuda que, no satisfecha durante la vida, nos hace espiritualmente insolventes, y crea un estado de quiebra moral en nuestra encarnación próxima. La Teosofía es la quintaesencia del deber.

PREG. También lo es el Cristianismo cuando es bien entendido y aplicado.

TEÓS. No cabe duda; pero si no fuese en la práctica una religión de los labios, poco tendría que hacer la Teosofía, entre cristianos. Desgraciadamente, sólo es una ética de labios afuera. Los que practican su deber hacia todos, y sólo por el deber mismo, son pocos; y aun son menos los que cumplen este deber, pues en su gran mayoría se contentan con la satisfacción de su propia conciencia. “ La voz pública de la alabanza que honra a la virtud y la recompensa” Es lo que domina siempre en el pensamiento de los filántropos “de fama universal”. Hermosa para leída y discutida es la ética moderna; pero ¿qué son las palabras si no se convierten en actos? Finalmente: si me preguntáis de qué modo comprendemos el deber teosófico puesto en práctica y con relación a Karma, puedo contestaros que nuestro deber es beber, sin una queja, hasta la última gota de cualquier contenido que el destino nos ofrezca en la copa de la vida; coger las rosas de la vida tan sólo por el perfume que puedan exhalar para los demás, y contentarnos únicamente nosotros con las espinas, si no podemos gozar de aquel perfume sin privar a otro de él.

PREG. Todo esto es muy vago. ¿Qué más hacéis que no hagan los cristianos?

TEÓS. No se trata de lo que nosotros, miembros de la Sociedad Teosófica, hacemos –aunque algunos de nosotros hacen cuanto pueden–; de lo que se trata es de si la Teosofía nos lleva o no más lejos en el camino del bien, que el Cristianismo moderno. ¡La acción esforzada y leal es lo que digo, no la simple intención y las palabras! Un hombre puede ser lo que se le antoje, el más mundano, egoísta y duro de todos los hombres, y hasta el bribón más grande, y esto no le impedirá llamarse cristiano, ni tampoco a otro considerarle como tal. Pero ningún teósofo tiene derecho a este nombre si no está perfectamente imbuido de la exactitud del axioma de Carlyle: “El objeto del hombre es un acto y no un pensamiento, aunque fuese éste el más noble”, y como no amolde su vida diaria a ésta verdad. El reconocimiento de una verdad no llega a ser la aplicación de la misma; y cuanto mayor y más hermosa parezca, cuanto más se hable de la virtud o del deber, en vez de practicarlos, tanto más habrán de parecerse al fruto del Mar Muerto. 
La afectación es el más odioso de los vicios; y ella es el distintivo más característico de la nación protestante más grande de este siglo, o sea Inglaterra.

PREG. ¿Qué cosas son las que consideráis que se deben a la humanidad en general?

TEÓS. El completo reconocimiento de derechos y privilegios iguales para todos, sin distinción de raza, color, posición social o nacimiento.

PREG. ¿Cuándo consideráis que no se conceden esos derechos?

TEÓS. Cuando haya la más pequeña violación del derecho ajeno, sea el de un hombre o el de una nación; cuando no demostramos la misma justicia, benevolencia, consideración o compasión que para nosotros mismos deseamos. Todo el sistema político actual está basado en el olvido de tales derechos y en la afirmación rotunda del egoísmo nacional. Dicen los franceses: “Tal amo, tal criado”, y debieran añadir: “Tal política nacional, tales ciudadanos”.

PREG. ¿Os ocupáis de política?

TEÓS. Como Sociedad, huimos de ella por los motivos que os expondré seguidamente: intentar reformas políticas antes de haber llevado a cabo una reforma en la naturaleza humana es lo mismo que echar vino nuevo en odres viejos. Conseguid que en el fondo de su corazón sientan y reconozcan los hombres su real y verdadero deber hacia todos sus semejantes, y todo antiguo abuso del poder, toda ley inicua de la política nacional, fundada en el egoísmo humano, social o político, desaparecerán naturalmente. Loco es el jardinero que, deseando extirpar las plantas venenosas de su plantel de flores, las corta en vez de arrancarlas de raíz. Ninguna reforma política duradera podrá lograrse jamás con los mismos hombres egoístas al frente de los asuntos.



TEÓS. A la Doctrina de la “expiación por procuración”; me refiero a ese dogma peligroso en que creéis, y que nos enseña que por enormes que sean nuestros crímenes contra las leyes de Dios y del hombre, nos basta creer en el sacrificio de Jesús por la salvación de la humanidad para que su sangre nos deje libres de toda mancha. Hace veinte años que combato esta doctrina, y llamaré ahora vuestra atención sobre un párrafo de Isis sin Velo, escrito en 1875. He aquí lo que enseña el Cristianismo y lo que combatimos:

“La compasión de Dios es ilimitada e insondable. Es imposible concebir un pecado humano tan enorme, que no pueda borrarlo el precio pagado de antemano por la redención del pecador, aunque fuese mil veces mayor. Además, nunca es demasiado tarde para arrepentirse. Aunque el pecador espere hasta el último minuto de la última hora del último día de su vida mortal para que sus labios fríos pronuncien la confesión de fe, puede entrar en el Paraíso; así lo hizo el ladrón moribundo, y todos los demás, tan perversos como él, pueden hacerlo. Tales son las presunciones de la Iglesia y del clero; presunciones sostenidas ante vuestros compatriotas por los predicadores favoritos de Inglaterra, en plena “luz del siglo XIX “, el más paradójico de todos.” Ahora bien; ¿adónde conduce esto?

PREG. ¿No hace del cristiano un hombre más feliz que el Buddhista o el brahmán?

TEÓS. No; al menos tratándose de un hombre ilustrado, puesto que la mayoría de éstos han perdido virtualmente, hace ya mucho tiempo, toda creencia en ese dogma cruel. Pero conduce más fácilmente al borde de todo crimen concebible a aquellos que aún creen en él, que cualquier otro de los que conozco. Permitidme que una vez más me refiera a la obra “Isis sin Velo” (Vol. II):

“Si nos colocamos fuera del reducido círculo de las creencias y consideramos al Universo como un todo gobernado por el exquisito ajuste de las partes, ¡cómo se rebelan contra la doctrina de la expiación por valimiento ajeno, toda sana lógica y el sentimiento más elemental de justicia! Si sólo pecase el criminal contra sí mismo, y sólo a sí mismo se perjudicase; si pudiese con el arrepentimiento sincero borrar los hechos pasados, no sólo de la memoria del hombre, sino también de ese registro imperecedero que ninguna deidad –ni la más Suprema de las Supremas siquiera– puede destruir, en ese caso podría no ser inconcebible este dogma. ¡Pero sostener que puede uno perjudicar a su semejante, matar, turbar el equilibrio de la sociedad y el orden natural de las cosas, y luego, por cobardía o esperanza, por fuerza, o por lo que fuese, hallar el perdón, sólo por creer que el derramamiento de una sangre lava otra sangre vertida, es un absurdo! ¿Pueden borrarse los resultados de un crimen, aun cuando éste fuese perdonado? Jamás se circunscriben los
efectos de una causa a los límites de la misma, ni pueden los resultados del crimen reducirse al ofensor y a su víctima.

Cada acción buena o mala trae sus efectos, tan palpables como el de una piedra arrojada en el agua tranquila. El ejemplo es vulgar, pero es el mejor, y debemos emplearlo. Los círculos ondulatorios son más sólidos o más rápidos según sea mayor o menor el objeto que viene a perturbarla; pero la piedrecita más pequeña, el objeto más insignificante, produce sus ondas correspondientes.
Y no sólo es esa perturbación visible en la superficie; debajo, de modo invisible, y en toda dirección –hacia arriba y hacia abajo–, la gota empuja a la gota, hasta que las orillas y el fondo sienten la fuerza puesta en acción. Aun más: el aire que está encima del agua es agitado, y como nos dicen los físicos, esa perturbación pasa de capa en capa indefinidamente, en el espacio; ¡un impulso ha sido dado a la materia. y éste jamás se pierde, jamás puede anularse… “Tal sucede con respecto tanto al crimen como a la virtud. Puede la acción ser instantánea; los efectos son eternos. Cuando, después de haber caído la piedra en el estanque, podamos recogerla con la mano, rechazar las ondas, anular la fuerza dada, restablecer las ondulaciones etéreas en su estado previo y borrar todo rastro producido por el hecho de haber tirado el objeto, de modo que no conste en los anales del tiempo el haber tenido lugar jamás aquel acto, entonces podremos oír pacientemente a los cristianos defender la eficacia de esta clase de expiación y dejar de creer en la ley kármica. Pero por ahora nos sometemos al juicio del mundo entero para que decida cuál de las dos doctrinas aprecia mejor la justicia divina, cuál es más razonable, hasta desde el punto de vista de la evidencia y lógica humanas.”

PREG. Sin embargo, existen millones de seres que creen en el dogma cristiano, y son felices.

TEÓS. Es efecto de un sentimentalismo que se sobrepone a sus facultades racionales, y que ningún filántropo o altruista verdadero aceptará jamás. No es siquiera un sueño de egoísmo, sino una pesadilla de la inteligencia humana. Ved a donde conduce, y citadme el nombre de un país pagano donde se cometan crímenes más fácilmente o en mayor número que en las naciones cristianas. Repasad la lista tan larga y espantosa de crímenes cometidos en países europeos, y observad la protestante y bíblica América. Allí son más numerosas las conversiones llevadas a cabo en las cárceles, qué las conseguidas por los actos y predicaciones públicas.

“Ved en qué estado se halla la gran balanza de la justicia cristiana (!): asesinos llenos de sangre, impulsados por los demonios de la lujuria, de la venganza, de la envidia, del fanatismo; o por el simple deseo brutal de verter sangre, que matan a sus víctimas, muchísimas veces, sin darles tiempo para arrepentirse o invocar a Jesús. Quizás aquéllas habrán muerto en el pecado, y naturalmente, de acuerdo con la lógica de la Teología, hallan el castigo de sus culpas, grandes o pequeñas. Pero el asesino alcanzado por la justicia humana, reducido a prisión y compadecido por los sentimentalistas que rezan con y por él, pronuncia las palabras mágicas de la conversión, y redimido por Jesús, sube al patíbulo. A no ser por el asesinato, nadie hubiera rezado con él, ni se lo hubiese redimido ni perdonado. ¡Evidentemente hizo bien este hombre en matar, porque de ese modo alcanzó la felicidad eterna!
 ¿Y qué sucede con la víctima, con su familia, con sus parientes, con sus íntimos y con las relaciones sociales? ¿No tiene la justicia recompensa alguna para ellos? ¿Han de verse condenados a sufrir en este mundo y en el próximo, mientras que el que les causó el daño está sentado al lado del “buen ladrón” del Calvario, y queda bendecido para siempre? Respecto a esta pregunta, el clero guarda un silencio prudente 58.” Y ahora ya sabéis por qué los teósofos –cuya creencia fundamental y cuya esperanza es la justicia para todos, tanto en el Cielo como en la Tierra (y el Karma)– rechazan este dogma.

PREG. ¿No es entonces un Cielo sobre el que Dios preside el destino último del hombre, sino la transformación gradual de la materia en su elemento primordial, el espíritu?

TEÓS. A esa meta tiende todo en la Naturaleza.

PREG. ¿No consideran algunos de vosotros esa asociación o “caída del espíritu en la materia” como un mal, y el renacimiento como un dolor?

TEÓS. Algunos sí, y, por consiguiente, se esfuerzan en abreviar su período de prueba en la Tierra.
No es, sin embargo, un mal completo, puesto que asegura la experiencia por la cual alcanzamos el conocimiento y la sabiduría. Me refiero a esa experiencia que enseña que nunca pueden satisfacerse las necesidades de nuestra naturaleza espiritual por otros medios que por la felicidad espiritual.
Mientras permanecemos en el cuerpo, estamos sujetos al dolor, al sufrimiento y a todas las adversidades y desengaños que ocurren durante la vida. Por tanto, y para atenuar esto, adquirimos al fin el conocimiento, que sólo puede proporcionarnos el alivio y la esperanza de un porvenir mejor.
_______________________________
58 Isis sin Velo, Ibíd.



TEÓS. A la Doctrina de la “expiación por procuración”; me refiero a ese dogma peligroso en que creéis, y que nos enseña que por enormes que sean nuestros crímenes contra las leyes de Dios y del hombre, nos basta creer en el sacrificio de Jesús por la salvación de la humanidad para que su sangre nos deje libres de toda mancha. Hace veinte años que combato esta doctrina, y llamaré ahora vuestra atención sobre un párrafo de Isis sin Velo, escrito en 1875. He aquí lo que enseña el Cristianismo y lo que combatimos:

“La compasión de Dios es ilimitada e insondable. Es imposible concebir un pecado humano tan enorme, que no pueda borrarlo el precio pagado de antemano por la redención del pecador, aunque fuese mil veces mayor. Además, nunca es demasiado tarde para arrepentirse. Aunque el pecador espere hasta el último minuto de la última hora del último día de su vida mortal para que sus labios fríos pronuncien la confesión de fe, puede entrar en el Paraíso; así lo hizo el ladrón moribundo, y todos los demás, tan perversos como él, pueden hacerlo. Tales son las presunciones de la Iglesia y del clero; presunciones sostenidas ante vuestros compatriotas por los predicadores favoritos de Inglaterra, en plena “luz del siglo XIX “, el más paradójico de todos.” Ahora bien; ¿adónde conduce esto?

PREG. ¿No hace del cristiano un hombre más feliz que el Buddhista o el brahmán?

TEÓS. No; al menos tratándose de un hombre ilustrado, puesto que la mayoría de éstos han perdido virtualmente, hace ya mucho tiempo, toda creencia en ese dogma cruel. Pero conduce más fácilmente al borde de todo crimen concebible a aquellos que aún creen en él, que cualquier otro de los que conozco. Permitidme que una vez más me refiera a la obra “Isis sin Velo” (Vol. II):

“Si nos colocamos fuera del reducido círculo de las creencias y consideramos al Universo como un todo gobernado por el exquisito ajuste de las partes, ¡cómo se rebelan contra la doctrina de la expiación por valimiento ajeno, toda sana lógica y el sentimiento más elemental de justicia! Si sólo pecase el criminal contra sí mismo, y sólo a sí mismo se perjudicase; si pudiese con el arrepentimiento sincero borrar los hechos pasados, no sólo de la memoria del hombre, sino también de ese registro imperecedero que ninguna deidad –ni la más Suprema de las Supremas siquiera– puede destruir, en ese caso podría no ser inconcebible este dogma. ¡Pero sostener que puede uno perjudicar a su semejante, matar, turbar el equilibrio de la sociedad y el orden natural de las cosas, y luego, por cobardía o esperanza, por fuerza, o por lo que fuese, hallar el perdón, sólo por creer que el derramamiento de una sangre lava otra sangre vertida, es un absurdo! ¿Pueden borrarse los resultados de un crimen, aun cuando éste fuese perdonado? Jamás se circunscriben los
efectos de una causa a los límites de la misma, ni pueden los resultados del crimen reducirse al ofensor y a su víctima.

Cada acción buena o mala trae sus efectos, tan palpables como el de una piedra arrojada en el agua tranquila. El ejemplo es vulgar, pero es el mejor, y debemos emplearlo. Los círculos ondulatorios son más sólidos o más rápidos según sea mayor o menor el objeto que viene a perturbarla; pero la piedrecita más pequeña, el objeto más insignificante, produce sus ondas correspondientes.
Y no sólo es esa perturbación visible en la superficie; debajo, de modo invisible, y en toda dirección –hacia arriba y hacia abajo–, la gota empuja a la gota, hasta que las orillas y el fondo sienten la fuerza puesta en acción. Aun más: el aire que está encima del agua es agitado, y como nos dicen los físicos, esa perturbación pasa de capa en capa indefinidamente, en el espacio; ¡un impulso ha sido dado a la materia. y éste jamás se pierde, jamás puede anularse… “Tal sucede con respecto tanto al crimen como a la virtud. Puede la acción ser instantánea; los efectos son eternos. Cuando, después de haber caído la piedra en el estanque, podamos recogerla con la mano, rechazar las ondas, anular la fuerza dada, restablecer las ondulaciones etéreas en su estado previo y borrar todo rastro producido por el hecho de haber tirado el objeto, de modo que no conste en los anales del tiempo el haber tenido lugar jamás aquel acto, entonces podremos oír pacientemente a los cristianos defender la eficacia de esta clase de expiación y dejar de creer en la ley kármica. Pero por ahora nos sometemos al juicio del mundo entero para que decida cuál de las dos doctrinas aprecia mejor la justicia divina, cuál es más razonable, hasta desde el punto de vista de la evidencia y lógica humanas.”

PREG. Sin embargo, existen millones de seres que creen en el dogma cristiano, y son felices.

TEÓS. Es efecto de un sentimentalismo que se sobrepone a sus facultades racionales, y que ningún filántropo o altruista verdadero aceptará jamás. No es siquiera un sueño de egoísmo, sino una pesadilla de la inteligencia humana. Ved a donde conduce, y citadme el nombre de un país pagano donde se cometan crímenes más fácilmente o en mayor número que en las naciones cristianas. Repasad la lista tan larga y espantosa de crímenes cometidos en países europeos, y observad la protestante y bíblica América. Allí son más numerosas las conversiones llevadas a cabo en las cárceles, qué las conseguidas por los actos y predicaciones públicas.

“Ved en qué estado se halla la gran balanza de la justicia cristiana (!): asesinos llenos de sangre, impulsados por los demonios de la lujuria, de la venganza, de la envidia, del fanatismo; o por el simple deseo brutal de verter sangre, que matan a sus víctimas, muchísimas veces, sin darles tiempo para arrepentirse o invocar a Jesús. Quizás aquéllas habrán muerto en el pecado, y naturalmente, de acuerdo con la lógica de la Teología, hallan el castigo de sus culpas, grandes o pequeñas. Pero el asesino alcanzado por la justicia humana, reducido a prisión y compadecido por los sentimentalistas que rezan con y por él, pronuncia las palabras mágicas de la conversión, y redimido por Jesús, sube al patíbulo. A no ser por el asesinato, nadie hubiera rezado con él, ni se lo hubiese redimido ni perdonado. ¡Evidentemente hizo bien este hombre en matar, porque de ese modo alcanzó la felicidad eterna!
 ¿Y qué sucede con la víctima, con su familia, con sus parientes, con sus íntimos y con las relaciones sociales? ¿No tiene la justicia recompensa alguna para ellos? ¿Han de verse condenados a sufrir en este mundo y en el próximo, mientras que el que les causó el daño está sentado al lado del “buen ladrón” del Calvario, y queda bendecido para siempre? Respecto a esta pregunta, el clero guarda un silencio prudente 58.” Y ahora ya sabéis por qué los teósofos –cuya creencia fundamental y cuya esperanza es la justicia para todos, tanto en el Cielo como en la Tierra (y el Karma)– rechazan este dogma.

PREG. ¿No es entonces un Cielo sobre el que Dios preside el destino último del hombre, sino la transformación gradual de la materia en su elemento primordial, el espíritu?

TEÓS. A esa meta tiende todo en la Naturaleza.

PREG. ¿No consideran algunos de vosotros esa asociación o “caída del espíritu en la materia” como un mal, y el renacimiento como un dolor?

TEÓS. Algunos sí, y, por consiguiente, se esfuerzan en abreviar su período de prueba en la Tierra.
No es, sin embargo, un mal completo, puesto que asegura la experiencia por la cual alcanzamos el conocimiento y la sabiduría. Me refiero a esa experiencia que enseña que nunca pueden satisfacerse las necesidades de nuestra naturaleza espiritual por otros medios que por la felicidad espiritual. Mientras permanecemos en el cuerpo, estamos sujetos al dolor, al sufrimiento y a todas las adversidades y desengaños que ocurren durante la vida. Por tanto, y para atenuar esto, adquirimos al fin el conocimiento, que sólo puede proporcionarnos el alivio y la esperanza de un porvenir mejor.
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58 Isis sin Velo, Ibíd.



PREG. Decís que aceptan las doctrinas teosóficas y creen en ellas. Pero como no forman parte de esos adeptos de que acabáis de hablar, tienen que admitir vuestras doctrinas con fe ciega. ¿En qué difiere esto de las religiones convencionales?

TEÓS. Así como difiere en casi todos los demás puntos, difiere también en éste.

Lo que llamáis “fe”, y lo que en realidad es fe ciega con relación a los dogmas de las religiones cristianas, se convierte para nosotros en conocimiento, resultado lógico de cosas que sabemos acerca de hechos de la Naturaleza.Vuestras doctrinas están basadas en la interpretación, y, por lo tanto, en el testimonio de segunda mano de videntes, las nuestras lo están en el testimonio directo invariable de videntes.
Por ejemplo, la Teología Cristiana común sostiene que el hombre es una creación de Dios, compuesta de tres partes –cuerpo, alma y espíritu– esenciales todas para su integridad, bien sea bajo la forma densa de la existencia física terrestre, o bajo la forma etérea de la experiencia de la posresurrección, necesaria para su constitución eterna, teniendo cada hombre de este modo una existencia permanente, separada de los demás hombres y de la Divinidad. La Teosofía, por su parte, afirma que siendo el hombre una emanación de la esencia divina desconocida y siempre infinita y presente, el cuerpo, como todo lo demás, es pasajero, y por lo tanto, ilusorio; la única substancia permanente en él es el espíritu, perdiendo este mismo su separada individualidad en el momento de su completa reunión con el Espíritu Universal.

PREG. Si perdernos hasta nuestra individualidad, ¿entonces esto es sencillamente el aniquilamiento?

TEÓS. Yo digo que no, puesto que hablo de la individualidad separada, y no de la universal.
Esta individualidad se convierte en una parte transformada en el todo; como no se evapora la gota de rocío, sino que se convierte en mar. Cuando el hombre físico se convierte de un feto en un anciano,  ¿queda por esto aniquilado?  ¡Cuán satánico no será nuestro orgullo, cuando colocamos nuestra conciencia e individualidad, infinitamente pequeñas, por encima de la conciencia universal e infinita!

PREG. ¿Resulta, pues, que defacto no existe el hombre, sino que todo es Espíritu?

TEÓS. Estáis equivocado. Lo que resulta es que la unión del espíritu con la materia es temporal; más claro: que formando el espíritu y la materia un solo todo, puesto que son los dos polos opuestos de la substancia universal manifestada, pierde el espíritu su derecho a este nombre, mientras la partícula y átomo más pequeños de su substancia manifestada se adhieren a una forma cualquiera, resultado de la diferenciación. Creer lo contrario es fe ciega.

PREG. ¿De modo que, basándose en el conocimiento y no en la fe, es como aseguráis que el principio permanente, o sea el espíritu, verifica tan sólo un tránsito por la materia?

TEÓS. Mejor dicho, sostenemos que la apariencia del principio permanente y único, el espíritu, es transitoria como materia, y, por consiguiente, nada más que una ilusión.

PREG. Perfectamente; ¿y esto apoyándoos en el conocimiento y no en la fe?

TEÓS. Precisamente. Pero como veo muy bien a donde queréis ir a parar, mejor será que os diga, desde luego, que consideramos la fe, tal como vosotros la comprendéis, como una enfermedad mental; y la fe verdadera, es decir la pistis de los griegos, como la creencia basada en el conocimiento derivado de la evidencia, bien de los sentidos físicos o de los espirituales

PREG. ¿Qué entendéis por esto?

TEÓS. Quiero decir, si es que deseáis saber cuál es la diferencia que hay entre ambas, que entre la fe basada en la autoridad y la basada en la propia intuición espiritual existe una diferencia muy grande.

PREG. ¿Cuál es?

TEÓS. La primera es credulidad y superstición humana, y la segunda es creencia e intuición humanas. Como dice muy bien el profesor Alejandro Wilder en su “Introducción a los Misterios Eleusinos”: “La ignorancia es lo que conduce a la profanación. Los hombres ridiculizan aquello que no comprenden debidamente… La
corriente interna de este mundo se dirige hacia una meta; y en el fondo de la credulidad humana… existe un poder casi infinito, una fe santa, capaz de comprender las verdades más supremas de toda existencia”. Los que limitan esa “credulidad” sólo a los dogmas humanos autoritarios, jamás concebirán aquel poder, ni tampoco lo reconocerán en sus naturalezas. Tal credulidad está fuertemente adherida al plano externo, y es incapaz de poner en juego la esencia que lo gobierna; porque para hacerlo tienen que reclamar su derecho de juzgar privadamente, y esto nunca se atreven a hacerlo.

PREG. ¿Y es acaso esa “intuición” la que os obliga a rechazar a Dios como Padre personal, Dueño y Señor del Universo?

TEÓS. Justamente. Creemos en un Principio eterno, incognoscible, porque sólo la aberración ciega es capaz de sostener que el Universo, el hombre racional y todas las maravillas que hasta el mundo mismo de la materia encierra podrían haberse desarrollado sin el auxilio de poderes inteligentes que dirigiesen las funciones extraordinariamente sabias de todas sus partes. Puede la Naturaleza errar, y sucede a menudo, en sus detalles y en las manifestaciones externas de sus materiales, pero jamás en sus causas y resultados internos. Los antiguos paganos tenían respecto a esta cuestión opiniones mucho más filosóficas que los filósofos modernos, sean Agnósticos, Materialistas o Cristianos; y a ningún escritor pagano se le ha ocurrido jamás, hasta ahora, sentar la proposición de que la crueldad y la compasión no son sentimientos
finitos, y pueden, por lo tanto, ser atributos de un dios infinito. Sus dioses eran, por consiguiente, todos finitos.

El autor siamés de la Rueda de la Ley expresa, como lo hacemos nosotros, la misma idea acerca de nuestro Dios personal, y dice (pág. 25): “Podría un Buddhista creer en la existencia de un Dios sublime, superior a todas las cualidades y atributos humanos; Dios perfecto, al que no afectasen el amor, el odio y
los celos, permaneciendo en un estado de calma que nada pudiese alterar. A un Dios semejante lo respetaría, no por deseo de complacerlo o temor de ofenderlo, sitio por veneración natural; pero no puede comprender a un Dios dotado de los atributos y cualidades humanos; a un Dios que ama y odia, y que se deja dominar por la ira; una Deidad que, ya sean los Misioneros Cristianos, los Mahometanos, los Judíos o los Brahmanes 57 los que nos la describan, no alcanza siquiera el nivel de un hombre bueno
ordinario”.

PREG. Fe por fe, ¿no es preferible la del cristiano que cree, confesando su propia impotencia y humildad, que existe en el cielo un Padre misericordioso que lo ha de librar de la tentación, ayudar en la vida y perdonar sus errores, a la fe orgullosa, fría y casi fatalista de los buddhistas, vedantinos y teósofos?

TEÓS. Persistid en llamar a nuestra creencia “fe”, si así os agrada. Pero ya que volvemos a esta eterna cuestión, pregunto a mi vez: fe por fe, ¿no es mejor la que está basada en la lógica y la razón estrictas, que la que lo está simplemente en la autoridad humana o en el culto de los héroes? Nuestra “fe” posee toda la fuerza lógica de la aritmética verdad de que dos y dos han de producir cuatro. Vuestra fe es parecida a la
lógica de algunas mujeres sensibles, de quienes dijo Tourgenyeff que para ellas dos y dos forman generalmente cinco, y algo más. Vuestra fe es también una fe que no sólo choca con todo sentimiento de justicia y lógica posibles, sino que, si se analiza, arrastra al hombre hacia su perdición moral, se opone al progreso de la humanidad, y convirtiendo positivamente la fuerza en derecho transforma a un hombre sí y otro no en un Caín para su hermano Abel.
_________________________________________________________________________________

57 Se refiere aquí a los Brahamanes sectarios. El Parabrahm de los Vedantinos es la Deidad que aceptamos y en la cual creemos.

,




PREG. ¿Puede aplicarse esto igualmente a nosotros que a los demás?

TEÓS. Igualmente. Como se acaba de decir, para todos existe la misma visión limitada, excepto para aquellos que han alcanzado en la presente encarnación el apogeo de la visión espiritual y de la clarividencia. Sólo podemos comprender que si hubiesen tenido que ser diferentes las cosas para nosotros, lo hubiesen sido; que somos nuestra propia obra y que sólo tenemos nuestro merecido.

PREG. Me temo que semejante concepto sólo sirva para amargar aún más nuestro ánimo.

TEÓS. Creo que es precisamente lo contrario. La falta de creencia en la justa ley de retribución es lo que más fácilmente despierta todos los sentimientos de rebelión en el hombre. Tanto el niño como el hombre sufren mucho más por un castigo o hasta por una reprimenda que creen inmerecida, que por un castigo más severo si comprenden que lo han merecido. La creencia en Karma es la razón más alta para que un hombre se conforme con su suerte en la vida, y el estímulo más poderoso para mejorar, por medio del esfuerzo, el próximo renacimiento. Ambas cosas quedarían destruidas, seguramente, si supiésemos que nuestra suerte es resultado de algo que no fuese la ley estricta, o que el destino se halla en otras manos que las nuestras.

PREG. Acabáis de afirmar que ese sistema de reencarnación bajo la acción de la ley kármica se impone ante la razón, la justicia y el sentido moral. Pero si es así, ¿no es sacrificando en parte las hermosas cualidades de la simpatía y la compasión, y a costa de los sentimientos más delicados de la naturaleza humana?

TEÓS. Sólo en apariencia, mas no realmente. No puede hombre alguno recibir más o menos de lo que merece, sin una correspondiente injusticia o parcialidad respecto a los demás; y una ley que gracias a la compasión pudiese eludirse produciría más sufrimientos y mayores desgracias e irritación, que beneficios. Tened también en cuenta que no administramos la ley, puesto que creamos causas para sus efectos; ella se administra a sí misma; y además, que la más amplia previsión de la manifestación de la compasión justa y de la misericordia la hallamos en el estado de Devachán.

PREG. Habláis de los Adeptos como de una excepción a la regla de nuestra ignorancia general. ¿Saben éstos realmente algo más que nosotros acerca de la reencarnación y de los estados futuras?

TEÓS. Sin duda alguna. Gracias al desarrollo de facultades que todos poseemos, pero que sólo ellos han perfeccionado, han penetrado espiritualmente en esos planos y estados que hemos discutido. Desde las más remotas edades, una generación de adeptos tras otras ha venido estudiando los misterios del ser, de la vida, de la muerte y del renacimiento, y todos han enseñado a su vez algunos de los hechos que así aprendieron.

PREG. ¿Y la formación de tales adeptos es el objeto de la Teosofía?

TEÓS. Considera la Teosofía a la humanidad como una emanación de lo divino, en vía de regreso hacia su origen. Llegados a cierto punto del sendero, alcanzan el Adeptado aquellos que han sacrificado varias encarnaciones para lograrlo. Porque tened muy presente que ningún hombre ha alcanzado jamás el Adeptado en las ciencias secretas durante una vida sola, sino que muchas encarnaciones son necesarias para ello, después de haber formado un propósito consciente y haber dado principio a la práctica necesaria. Muchos pueden ser los hombres y mujeres, en el corazón mismo de nuestra Sociedad, que desde hace varias encarnaciones han empezado la obra laboriosa de lograr la iluminación que desean; y los que todavía, por efecto de las ilusiones personales de la vida presente, o ignoran el hecho o están perdiendo toda probabilidad de progreso en esta existencia. Sienten ellos una atracción irresistible hacia el ocultismo y la vida superior, y son aún, sin embargo, demasiado personales y apegados a sus propias opiniones (agradándoles con exceso las engañosas seducciones del mundo y los efímeros placeres del mismo), para que se decidan a renunciar a ellos, perdiendo así sus posibilidades de progreso en la actual existencia. Pero para los hombres comunes, para los deberes prácticos de la vida diaria, semejante resultado, tan lejano, es impropio como objeto y enteramente ineficaz como motivo.

PREG. ¿Cuál puede ser el objeto de éstos al entrar en la Sociedad Teosófica?

TEÓS. Muchos se interesan por nuestras doctrinas y sienten instintivamente que son más verdaderas que las de cualquier religión dogmática. Otros se han propuesto firmemente alcanzar el ideal más elevado del deber para el hombre.




PREG. Bien; ahora explicadme qué es Karma.

TEÓS. Como ya he dicho, lo consideramos como la ley última del Universo, la fuente y el origen de todas las demás leyes que existen en la naturaleza. Karma es la ley infalible que ajusta el efecto a la causa, en los planos físico, mental y espiritual del ser.
Como ninguna causa deja de producir su debido efecto, desde la más grande hasta la más pequeña, desde la perturbación cósmica hasta el movimiento de nuestras manos, y como lo semejante produce lo semejante, Karma es aquella ley invisible y desconocida que ajusta sabia, inteligente y equitativamente cada efecto a su causa, haciendo remontar ésta hasta su productor. Aunque incognoscible, su acción es perceptible.

PREG. En este caso nos hallamos con lo “absoluto”, lo “incognoscible”, y no tiene gran valor como explicación de los problemas de la vida.

TEÓS. Al contrario. Porque si bien ignoramos lo que Karma es per se y lo que es su esencia, sabemos cómo opera y podemos definir y describir su modo de acción con exactitud. Sólo ignoramos su causa última, precisamente como la filosofía moderna, que admite que la causa última de las cosas es “incognoscible”.

PREG. ¿Qué puede decirnos la Teosofía respecto a la solución de las necesidades más prácticas de la humanidad? ¿Qué explicación nos ofrece acerca de los espantosos sufrimientos y de la miseria terrible que prevalecen entre las llamadas “clases inferiores”?

TEÓS. Según nuestra doctrina, todos esos males sociales, la distinción de clases en la sociedad y la de los sexos en los asuntos de la vida, la distribución desigual del capital y del trabajo, etc., son debidos a lo que llamamos Karma.

PREG. Pero todas estas calamidades que parecen caer indistintamente sobre las masas, ¿no serán Karma realmente merecido e individual?

TEÓS. No; no pueden definirse tan estrictamente en sus efectos, que nos permitan demostrar que cada medio ambiente individual y las condiciones particulares de vida en que cada persona se halla no sean otra cosa que Karma retributivo, generado por el individuo en una vida anterior. No debemos perder de vista el hecho de que cada átomo está sujeto a la ley general que rige todo el cuerpo del que forma parte; y aquí entramos más de lleno en la ley kármica. ¿No veis que el agregado del Karma individual se convierte en el de la nación a que esos individuos pertenecen, y que la suma total de Karma nacional es el Karma del Mundo? Los males de que habláis no son peculiares al individuo o a la nación misma; son más o menos universales, y sobre esta ancha base de la humana independencia encuentra la ley de Karma su aplicación legítima y uniforme.

PREG. ¿Es decir que la ley de Karma no es necesariamente una ley individual?

TEÓS. Esto es lo que digo. Si no tuviese Karma una amplia y general esfera de acción, seria imposible que pudiese equilibrar la balanza del poder, en la vida y en el progreso del mundo. Se considera como una verdad, entre los teósofos, que la solidaridad y mutua dependencia de la Humanidad es la causa de lo que se llama Karma distributivo; y esta ley es la que ofrece la solución de la gran cuestión del sufrimiento colectivo y de su alivio. Además, una ley oculta enseña que ningún hombre puede sobreponerse a sus defectos individuales, sin elevar por muy poco que sea, a toda la corporación de que es parte integrante.
Tampoco puede nadie pecar y sufrir solo los efectos del pecado. La separación no existe en realidad: y la mayor proximidad a este estado egoísta, que permiten las leyes de la vida, está en la intención o motivo.

PREG. ¿Y no existen medios por los cuales se pueda concentrar o reunir, por decirlo así, Karma distributivo o nacional, y llevarlo a su realización natural y legítima, sin tanto prolongado sufrimiento?

TEÓS. Por regla general, y dentro de ciertos límites que marcan la época a que pertenecemos, no puede precipitarse ni contenerse la ley de Karma. Pero estoy cierto de que nunca se ha tratado de la posibilidad de llevarlo a cabo, en ninguno de los dos sentidos. Escuchad la siguiente relación sobre una fase de sufrimiento nacional, y decid vos mismo si admitiendo el poder activo del Karma individual, relativo y distributivo, no se pueden modificar extensamente y aliviarse en general esos males. Lo que os voy a leer es debido a la pluma de un salvador nacional; de una persona que, habiendo vencido al yo, y libre para elegir, escogió servir a la Humanidad cargando con todo el peso del Karma nacional de que son capaces las fuerzas de una mujer. He aquí lo que dice:

“Sí; siempre habla la Naturaleza. ¿No lo creéis así? Sólo que a veces hacemos tanto ruido que sofocamos su voz. He aquí por qué es tan reconfortante salir fuera de la ciudad y descansar un poco en los brazos de la Madre. Pienso en la tarde que en Hampstead Heath contemplábamos la Puesta del Sol; mas ¡ay, entre cuánto sufrimiento y miseria habíase puesto aquel Sol! Una señora me trajo ayer una gran cesta de flores silvestres. Pensé que alguna persona de mi familia del East–End tenía más derecho a ellas que yo; así es que las llevé esta mañana a una escuela muy pobre de Whitechaped. ¡Hubiese deseado que hubierais visto alegrarse aquellos jóvenes y pálidos semblantes! Fui después, a un figón, a pagar unas cuantas cenas para unos niños. Estaba situado en una callejuela estrecha, llena de gente bulliciosa; había un hedor indescriptible, que exhalaban el pescado, la carne y otros comestibles recalentados, por un sol que en Whitechapel, en vez de purificar, corrompe. El figón era la quinta esencia de todos los olores. ¡Pasteles de carne inverosímiles a un penique la pieza, alimentos repugnantes y enjambres de moscas; un verdadero templo de Belcebú!
Por todas partes niños poniendo en cazos las sobras de alimentos. Uno de ellos, con una cara parecida a la de un ángel, reunía huesos de cerezas como alimento ligero y nutritivo.

Volví hacia el Oeste, presa de un fuerte estremecimiento de todos mis nervios, preguntándome si cabe la posibilidad de hacer algo en favor de algunos barrios de Londres, que no sea el hundirlos en un terremoto, salvando a sus habitantes y sumergiéndolos en algún Leteo purificador, del que ningún recuerdo pudiese surgir. Y entonces pensé en Hampstead Heath, y medité. Si por algún sacrificio pudiese uno adquirir el poder de salvar a esa gente, no valdría la pena reparar en el gasto. Pero, como comprenderéis, es necesario que cambien: ¿y cómo podría lograrse esto? En las condiciones en que ahora se hallan, no se beneficiarían de cualquier ambiente en que se los colocase; y, sin embargo, en sus actuales circunstancias seguirán por fuerza corrompiéndose. Esta miseria infinita y desesperada, y la degradación brutal, que es a la vez su resultado y su causa, me parten el corazón. Sucede como con el plátano: cada rama echa por sí misma raíces y produce nuevos tallos. ¡Qué diferencia entre estos sentimientos y la tranquila escena de Hampstead! Y, sin embargo, nosotros, que somos hermanos y hermanas de estas pobres criaturas, sólo tenemos el derecho de servirnos de los Hampstead Heaths a fin de adquirir la fuerza necesaria para salvar a los Whitechapels.” [Firmado con un nombre demasiado respetado y conocido para exponerlo a las burlas y al escarnio.]

PREG. Ésta es una carta bien triste, aunque hermosa, y creo que presenta con dolorosa claridad la terrible acción de lo que llamáis “Karma relativo y distributivo”. Mas ¡ay!, no vemos esperanza inmediata de alivio fuera de algún terremoto o de alguna catástrofe general.

TEÓS. ¿Qué derecho tenemos a pensar de este modo, cuando media humanidad está en situación de poder aliviar inmediatamente las privaciones que sufren sus semejantes? Cuando haya contribuido cada individuo con todo lo que pueda al bien general, con su dinero su trabajo y sus nobles pensamientos, entonces y sólo entonces se modificará la balanza del Karma nacional; y hasta entonces no tenemos derecho ni razón alguna para decir que hay más vidas en la Tierra de las que puede mantener la naturaleza. A las almas heroicas, a los salvadores de nuestra raza y nación, está reservado encontrar la causa de esa carga desigual del Karma retributivo; y por medio de un supremo esfuerzo, reajustar la balanza del poder, salvando a la gente de un
hundimiento moral, mil veces más desastroso y funesto que la misma catástrofe física, en que parecéis encontrar la única salida posible para tanta miseria acumulada.

PREG. Pues bien; decidme, en términos generales, cómo describís vosotros esta ley de Karma.

TEÓS. La describimos como una Ley de ajuste, que siempre tiende a restablecer el equilibrio en el mundo físico, y la turbada armonía en el mundo moral. Decimos que Karma no obra siempre en tal o cual sentido particular, sino que siempre lo hace de modo que restablece la armonía y el equilibrio de la balanza en virtud del cual existe el Universo.

PREG. Dadme un ejemplo.

TEÓS. Más adelante os lo daré completo. Pensad en un estanque. Cae una piedra en el agua y produce ondas que perturban su tranquilidad. Esas ondas oscilan hacia atrás y adelante, hasta que al fin, gracias a la operación de lo que llaman los físicos la ley de disipación de la energía, se calman y vuelven las aguas a su estado anterior. De igual modo procede toda acción, en cada plano, ante una perturbación en la Armonía del Universo; y las vibraciones producidas de este modo, seguirán oscilando hacia atrás y adelante, si su área es limitada, hasta que quede restablecido el equilibrio. Pero como cada una de esas perturbaciones parte de un punto dado, claro está que sólo puede restablecerse el equilibrio y la armonía volviendo a converger hacia aquel mismo punto todas las fuerzas puestas en movimiento desde éste. Aquí tenéis una prueba de que las consecuencias de los actos de un hombre, así como las de sus pensamientos, etcétera, deben reaccionar todas sobre él mismo con la misma fuerza con que fueron puestos en acción.

PREG. Pero no encuentro en esa ley carácter moral alguno. Me parece igual a la sencilla ley física de que la acción y la reacción son iguales y opuestas.

TEÓS. No me sorprende oíros decir esto. ¡Tan inveterada es entre los europeos la costumbre de considerar la razón y la sinrazón, el bien y el mal, como cuestiones que dependen de un Código de ley arbitrario fijado por los hombres o impuestos por un Dios Personal!… Pero nosotros los teósofos decimos que “Bien” y “Armonía” (así como “Mal” y “Falta de Armonía”) son sinónimos. Además, sostenemos que todo dolor y todo sufrimiento son resultados de la falta de armonía, y que la causa terrible y única de la perturbación de aquélla es el egoísmo, en una forma u otra. Por consiguiente, Karma devuelve a cada hombre las consecuencias precisas de sus propios actos, sin tener en cuenta para nada su carácter moral; pero, puesto que recibe lo que le es debido por todo, es evidente que tendrá que expiar todos los sufrimientos que haya
causado, exactamente del mismo modo que recogerá con júbilo los frutos de la felicidad y armonía que haya contribuido a producir. No puedo hacer más en vuestro beneficio que citaros ciertos trozos sacados de libros y artículos escritos por aquellos de nuestros teósofos; que tienen una idea correcta de Karma.

PREG. Mucho lo deseo, pues vuestra literatura respecto a este punto me parece muy escasa.

TEÓS. Esto se debe a que es el más difícil de todos los puntos de nuestra doctrina. Hace algún tiempo, una pluma cristiana nos hizo la siguiente objeción: “Admitiendo que la doctrina de la Teosofía sea correcta y que el “hombre deba ser su propio salvador, deba vencerse a sí mismo y dominar el mal que existe en su doble
naturaleza para conseguir la emancipación de su alma” ¿qué hará el hombre después de haber abandonado hasta cierta punto el mal y haberse convertido a una vida mejor? ¿Cómo logrará la emancipación, el perdón o la anulación del mal que haya ya cometido?” A esto el Sr. J. H. Conelly contesta, muy oportunamente, que nadie puede hacer “que la máquina teosófica siga el mismo rumbo que la teológica”. Dice así: “Que sea posible eludir la responsabilidad individual, no forma parte de los conceptos de la Teosofía. En esta creencia no existe el perdón ni la “supresión del mal ya cometido”, excepto por medio del castigo adecuado al que ha faltado, y el restablecimiento de la armonía del Universo, turbada por su mala acción. Fue hecho el mal, y mientras otros tienen que sufrir sus consecuencias, la expiación corresponde al que lo produjo.

“El caso supuesto… de que un hombre haya abandonado hasta cierto punto el mal, es el de quien comprendió que sus acciones eran malas, y que merecen castigo. En semejante reconocimiento es inevitable un sentimiento de responsabilidad personal, y el sentimiento de esta terrible responsabilidad debe estar en proporción exacta del grado de su “conversión”. Y cuanto con mayor fuerza pese aquélla sobre él, tanto más se insiste en que acepte la doctrina de la expiación por procuración. Le dicen también que debe arrepentirse, pero nada es tan fácil como esto. Es una agradable debilidad de la naturaleza humana la que nos hace arrepentirnos muy fácilmente del mal que hemos hecho, cuando nos llaman la atención sobre ello y después que hemos sufrido, o disfrutado, de sus resultados. Es  probable que un minucioso análisis del sentimiento en cuestión nos demostrase que nos arrepentimos más bien de la necesidad que pareció exigir el mal, como medio de conseguir nuestros fines egoístas, que no del mal mismo.

“Por atractiva que sea para la inteligencia ordinaria la idea de descargarnos del peso de nuestros pecados “al pie de la cruz” para el teósofo no tiene valor alguno. No concibe por qué el pecador que ha llegado al conocimiento de sus culpas ha de merecer por este motivo perdón alguno por su perversidad pasada o por el olvido de la misma; ni comprende tampoco por qué el arrepentimiento y una vida en adelante justa y honrada le han de dar derecho a una suspensión, en su favor, de la ley Universal de relación entre la causa y el efecto. Los resultados de sus malas acciones continúan existiendo; el sufrimiento ocasionado a los demás por su iniquidad no lo ha borrado. El teósofo considera como formando parte de su ecuación el resultado de su perversidad sobre el inocente. Analiza no sólo a la persona culpable, sino también a sus víctimas.

“El mal es una infracción de las leyes de armonía que rigen el Universo, y su penalidad debe recaer sobre el violador mismo de aquellas leyes. Jesucristo dijo: “No peques más, no fuese a sucederte una cosa peor”. Y dijo San Pablo: “Trabajad en vuestra propia salvación. Lo que un hombre siembre, aquello recogerá”. Esto, dicho sea de paso, es una hermosa metáfora de la sentencia de los Purânas, muy anteriores a aquel apóstol, la cual dice que “todo hombre recoge las consecuencias de sus propias acciones”.

“Éste es el principio de la ley de Karma, enseñado por la Teosofía. En su Buddhismo Esotérico, Sinnett interpretó Karma como “la ley de causación ética”. Más exacta es la versión de Madame Blavatsky: “la ley de retribución”. Es el poder que Justo aunque misterioso nos conduce de infalible modo Por caminos ocultos, desde la falta hasta el castigo.

“Pero aún es más. Recompensa tan infalible y ampliamente el mérito, como castiga el demérito.
Es el resultado de cada acto, pensamiento y palabra, y por ello moldean los hombres su vida y acontecimientos. La filosofía oriental rechaza la idea de la creación de una nueva alma para cada criatura que nace. Cree en un número limitado de Mónadas, que evolucionan y se perfeccionan por medio de la asimilación de muchas personalidades sucesivas. Estas personalidades son producto de Karma; y por Karma y reencarnación es como la Mónada humana vuelve al debido tiempo a su origen, la deidad absoluta.” E. D. Walker, en su obra Reencarnación, nos ofrece la explicación siguiente:

“En pocas palabras, la doctrina de Karma explica que nosotros mismos nos hemos hecho lo que somos, por actos anteriores; y que formamos nuestra eternidad futura con las acciones presentes. No existe otro destino fuera del que nosotros mismos determinamos. No hay salvación ni condenación alguna, excepto la que nosotros mismos nos originamos… Como Karma no ofrece amparo alguno a los actos culpables y requiere mucho valor, no encuentra entre las naturalezas débiles tan buena acogida como las fáciles doctrinas religiosas de la remisión de los pecados, la intercesión, el perdón y las conversiones de última hora… En el dominio de la eterna justicia, la ofensa y el castigo están inseparablemente unidos como un solo hecho, porque no existe diferencia real entre la acción y su consecuencia… Karma, o nuestros antiguos actos, son los que nos vuelven a traer a la vida terrestre. La residencia del espíritu cambia según su Karma, y Karma no consiente una larga permanencia en una misma condición, porque siempre se está modificando. Mientras esté gobernada la acción por motivos materiales y egoístas, deberán manifestarse sus efectos en renacimientos físicos. Sólo el hombre perfectamente desinteresado puede eludir el peso de la vida material. Pocos lo han logrado, mas es la meta a la que tiende la humanidad.”


Aquí el escritor cita de la Doctrina Secreta, lo siguiente:

“Los que creen en Karma, tienen que creer en el destino de que cada hombre, desde que nace hasta que muere, está tejiendo hilo por hilo en torno de él, como la araña su tela; y este destino es guiado, sea por la voz celeste del prototipo invisible fuera de nosotros, sea por nuestro hombre astral íntimo o interno, que con demasiada frecuencia es el genio del mal de la entidad encarnada llamada hombre. Ambos guían al hombre externo; pero uno de ellos ha de prevalecer; y, desde el principio mismo de la contienda, la implacable ley de compensación interviene, siguiendo su curso y sus fluctuaciones. Cuando está tejida la última hebra, y el hombre queda envuelto en la red de su propia hechura, se encuentra entonces, en absoluto, en poder de ese destino creado por él mismo… Un Ocultista o un filósofo no hablará de la bondad o crueldad de la Providencia; pues, identificándola con Karma–Némesis, enseñará que protege a los buenos y vela sobre ellos en esta vida como en las futuras; y que castiga al que hace el mal –aún hasta su séptimo renacimiento–. En una palabra: mientras que el efecto que produjera la perturbación hasta en el más pequeño átomo mismo, en el mundo infinito de la armonía, no haya sido al fin corregido. El único decreto de Karma –decreto eterno e inmutable– es la armonía absoluta en el mundo de la materia, así como en el del espíritu. No es, por lo tanto, Karma quien premia o castiga, sino nosotros los que nos recompensamos o castigamos, según trabajemos con y por la Naturaleza, obedeciendo a las leyes de las cuales depende aquella armonía, o las violemos. Tampoco los designios de Karma serían inescrutables si los hombres obrasen en unión y armonía, en lugar de en la desunión y en la guerra. Porque nuestra ignorancia de esos designios –que una parte de la humanidad llama designios de la Providencia, oscuros e intrincados, mientras otra ve en ellos la acción de un fatalismo ciego, y otra simple casualidad, sin dioses ni demonios que los dirijan– desaparecería, seguramente, si quisiésemos atribuirlos todos ellos a su verdadera causa… Nos turbamos y quedamos sorprendidos ante el misterio de nuestra propia obra y de los enigmas de la vida que no queremos resolver, y acusamos a la gran Esfinge de devorarnos. Pero verdaderamente no hay un accidente en nuestras vidas, un solo día desagraciado o un solo percance, cuya causa no se pueda hacer remontar a nuestros propios actos en esta o en otra vida… La ley de Karma está inextricablemente ligada con la de Reencarnación… Sólo esta doctrina puede explicarnos el misterioso problema del bien y del mal, y reconciliar al hombre con la terrible y aparente injusticia de la vida. Solamente esa certidumbre es capaz de calmar nuestro sublevado sentimiento de justicia. Porque si cualquiera que ignore esa noble doctrina mira en derredor de él y observa las desigualdades del nacimiento y de la fortuna, de la inteligencia y capacidad; y contempla en manos de locos y libertinos los honores y las riquezas, debidos únicamente a su nacimiento, mientras que sus prójimos, con toda su inteligencia y nobles virtudes, perecen en la miseria, faltos de todo apoyo y simpatía; cuando ve todo esto y, desgarrado el corazón, se encuentra en la imposibilidad de aliviar tanto sufrimiento inmerecido, sólo el conocimiento bendito de la ley de Karma le impide maldecir de la vida y de los hombres, así como de su supuesto Creador…

Esa ley sea consciente o inconsciente, a nadie ni a nada predestina. Existe verdaderamente desde y en la Eternidad, porque es la Eternidad misma; y como tal, puesto que ningún acto puede ser coigual con la eternidad, no puede decirse que obra, porque es la acción misma.

No es la ola que ahoga a un hombre, sino el acto personal del desgraciado que deliberadamente se coloca a sí mismo bajo la acción impersonal de las leyes que rigen el movimiento del Océano. Karma ni crea ni prejuzga cosa alguna. El hombre es quien proyecta y crea las causas; y la ley kármica ajusta los efectos. Esa concordancia no es un acto, sino armonía universal que siempre tiende a recuperar su posición original, de igual modo que una rama doblada violentamente hacia abajo rebota con una fuerza correspondiente. Si sucede que rompe el brazo que trató de darle una dirección distinta de su posición natural, ¿diremos que la rama fue la que nos rompió el brazo, o bien que nuestra ignorancia fue la causa del daño sufrido? Jamás trató Karma de anular la libertad intelectual e individual, como sucede con el dios inventado por los monoteístas. No ha ocultado sus decretos en la oscuridad, con el solo fin de confundir y perturbar al hombre; ni tampoco castigará a aquel que se atreva a escudriñar sus misterios. Al contrario; el que por medio del estudio y de la meditación descubre sus intrincados senderos y vierte la luz sobre esos oscuros caminos, en cuyas sinuosidades tantos hombres perecen, por efecto de su ignorancia del laberinto de la vida, trabaja por el bien de sus semejantes. Karma es una ley absoluta y eterna en el mundo de las manifestaciones; y como sólo puede existir un Absoluto, así como, una Causa eternamente presente, los que creen en Karma no pueden ser tenidos por ateos o materialistas, y menos aún por fatalistas, porque Karma forma un solo todo con lo Incognoscible, del cual es un aspecto, en sus efectos en el mundo fenomenal.”

Expresa otro distinguido escritor teosófico (Objeto de la Teosofía, por A. P. Sinnett):

“Cada individuo, con cada acto y pensamiento diario, está creando Karma bueno o malo, y está al mismo, tiempo agotando en ésta vida el Karma producido por los actos y deseos de la anterior. Cuando vemos personas afligidas por sufrimientos naturales, puede decirse que esos sufrimientos son resultados inevitables de causas originadas por ellas mismas en un nacimiento anterior. Podrá argüirse que como esas aflicciones son hereditarias, nada pueden tener que ver con una encarnación pasada; mas es preciso tener en cuenta que el Ego, el hombre real, la individualidad, no tiene su origen espiritual en la parentela que lo reencarna, sino que es atraído, por las afinidades que su género de vida anterior agrupó alrededor de él, dentro de la corriente que lo lleva, cuando llega la hora del renacimiento, hacia la morada más adecuada para el desarrollo de esas tendencias… Esta doctrina de Karma, bien entendida, guía y auxilia a aquellos que comprenden su verdad, elevando y mejorando su vida; porque no hay que olvidar que no sólo nuestros actos, sino también nuestros pensamientos, atraen segurísimamente un cúmulo de circunstancias que han de influir bien o mal en nuestro porvenir, y lo que es más importante aún, en el porvenir de nuestros semejantes. Si los pecados por omisión o comisión sólo interesasen al Karma del pecador, el hecho tendría menos consecuencias; pero como cada pensamiento y acto en la vida entraña una influencia correspondiente, buena o mala, sobre otros miembros de la familia humana, el sentido estricto de la justicia, la moralidad y la generosidad son necesarios a la felicidad o progreso futuros. Ningún arrepentimiento, por grande que sea, puede borrar los resultados de un crimen ya cometido, o los efectos de un mal pensamiento.

El arrepentimiento, si es sincero, detendrá al hombre impidiéndole volver a caer en sus faltas; pero ni a él mismo, ni a los demás tampoco, puede librar de los efectos ya producidos por aquéllas, que infaliblemente recaerán sobre él, sea en esta vida o en el próximo renacimiento.”

Y añade Mr. F. H. Conelly:

“Los que creen en una religión basada en tal doctrina, desearían que se la comparase con aquella en la que el destino del hombre en la eternidad queda determinado por los accidentes de una vida terrestre, única y corta, durante la cual se lo consuela con la promesa de que, “el árbol yacerá del modo que haya caído”; en la que cuando llega al conocimiento de su perversidad, su mayor esperanza es la doctrina de la remisión, gracias a un vicario propuesto al efecto y en la que hasta esta misma esperanza debe perder, según la profesión de Fe Presbiteriana, que dice:

“Por decreto del Todopoderoso, para la manifestación de su gloria, algunos hombres y ángeles, están predestinados a la vida eterna, y otros ya condenados de antemano a la eterna muerte. “Esos ángeles y esos hombres de tal modo predestinados, quedan ya designados inmutable e individualmente, y tan exacto es su número, que no puede ser aumentado o disminuido… Dios ha designado para la gloria al elegido… Tampoco puede nadie ser redimido, eficazmente llamado, justificado, adoptado, santificado y salvado por Cristo, excepto el elegido. “Dios se complació, de acuerdo con el propio consejo insondable de su voluntad, por efecto del cual concede o niega el perdón, para gloria de su poder soberano sobre sus criaturas, en no cuidarse del resto de la humanidad, y en condenarlo a la deshonra y a la ira por sus pecados, en alabanza de su gloriosa justicia.”

Esto es lo que dice el distinguido defensor de nuestra filosofía. Nada mejor podernos
hacer para terminar este asunto, que imitarlo citando un trozo de un magnífico poema.
Como dice muy bien:

“La exquisita belleza de la descripción de Karma en La Luz de Asia, de Edwin Arnold, nos induce a reproducirla aquí; pero es demasiado larga para darla por entero. Sólo citaremos un trozo de la misma:

Karma –es todo aquel total de un alma
Las cosas que hizo, los pensamientos que tuvo,
Que el “Yo” tejió con trama de tiempo sin fin
Al través de la urdimbre invisible de los actos.
…………………………………………………
Antes del principio y sin fin,
Como el espacio eterno, y como la certeza seguro
Hay un Poder divino que incita al bien;
Y sólo sus leyes duran.

De nadie será despreciado;
El que se opone pierde y el que le sirve gana;
Para el bien oculto con paz y con gloria,
Y el mal escondido con sufrimientos.
Ve en todas partes y todo lo anota;

Si haces bien lo recompensa. Comete un error
Y pagarse debe la retribución justa,
Aunque Dharma se detenga mucho.
No conoce cólera ni perdón; justo en verdad
Llena sus medidas, su exacta balanza pesa.
Los tiempos no son nada; mañana juzgará
………………………………………
Tal es la ley que a la justicia incita,
Que nadie al fin puede torcer o detener;
Su corazón es el amor; su fin
Es la Paz y la dulce consumación. Obedece.”

Y ahora os aconsejo que comparéis nuestro punto de vista teosófico sobre Karma, la ley de retribución, y digáis si no es más filosófico y justo que ese dogma cruel y absurdo que convierte a “Dios” en un despiadado enemigo; en particular la doctrina de que “sólo los elegidos” serán salvados, condenándose el resto a eterna perdición.

PREG. Sí; comprendo vuestra idea general, pero quisiera que me dieseis un ejemplo concreto de la acción de Karma.

TEÓS. Esto no puedo hacerlo. Sólo podemos estar seguros, como antes dije, de que nuestras vidas presentes y circunstancias actuales son el resultado directo de nuestros propios actos y pensamientos en vidas pasadas. Mas los que no somos videntes o iniciados no podemos saber cosa alguna respecto a los detalles sobre el modo de operar de la ley kármica.

PREG. ¿Puede alguien, aun entre los mismos adeptos o videntes, seguir en sus detalles ese proceso kármico de restablecimiento de la armonía?

TEÓS. Seguramente. “Los que saben” pueden hacerlo, mediante el ejercicio de poderes que existen latentes en todos los hombres.