PREG. ¿Cómo explicáis, pues, el que el hombre esté dotado de un espíritu y un alma? ¿De dónde proceden?

TEÓS. Del Alma Universal; no concedidos ciertamente por un Dios personal. ¿De dónde procede en el pez jalea el elemento húmedo? Del Océano que lo rodea, en el que vive y respira, y al que vuelve cuando se disuelve.

PREG. ¿Negáis entonces que el alma sea dada por Dios al hombre?

TEÓS. Nos vemos obligados a ello. El “alma” de que sé habla en el capítulo II del Génesis (v. 7) es, según está escrito, el “alma viviente” o Nephesh (el alma vital, animal), con la que Dios (nosotros decimos la Naturaleza” y la ley inmutable) dota tanto al hombre como a los animales. De ningún modo es el alma que piensa, la mente, y mucho menos el Espíritu inmortal.

PREG. Presentaré la cuestión de otro modo: ¿es Dios quien dota al hombre de un alma humana racional y de un Espíritu inmortal?

TEÓS. Dada la forma en que planteáis la cuestión, no podemos estar de acuerdo. Puesto que no creemos en un Dios personal, ¿cómo podemos creer que dote al hombre de cosa alguna? Pero, suponiendo, en consideración al argumento, un Dios que tome sobre sí el riesgo de crear un alma nueva para cada recién nacido, todo lo que se puede decir es que difícilmente puede considerarse a un Dios semejante, dotado de sabiduría o previsión. Otras dificultades, y la imposibilidad de conciliarlas con la piedad, justicia, equidad y omnisciencia que se atribuyen a ese Dios, son otros tantos escollos contra los que se estrella constantemente aquel dogma teológico.

PREG. ¿A qué os referís? ¿Cuáles son esas dificultades?

TEÓS. En este instante se me ocurre un argumento incontestable dirigido un día en mi presencia por un sacerdote Buddhista Cingalés, predicador famoso, a un misionero Cristiano, hombre nada ignorante y bien preparado para la discusión pública en la que fue presentado ese argumento. Era cerca de Colombo, y el misionero había desafiado al sacerdote Megittuvate a que presentase las razones por las que los “paganos” no admiten el Dios Cristiano. Pues bien, el misionero salió, como de costumbre en semejantes casos, malparado de aquella memorable discusión.

PREG. Desearía saber lo que sucedió.

TEÓS. Ocurrió lo siguiente: el sacerdote Buddhista empezó por preguntar al padre si su Dios había dado mandamientos a Moisés para que los cumpliesen los hombres, pero para ser violados por Dios mismo. El misionero rechazó indignado esa suposición. “Pues bien –dijo su adversario–, nos decís que Dios no admite excepción a esta regla, y que no puede nacer alma alguna sin su voluntad. Dios prohíbe el adulterio, entre otras cosas, y, sin embargo, afirmáis al mismo tiempo que Él es quien crea a cada recién nacido, Él quien lo dota de un alma. ¿Hemos de entender, entonces, que son obra de vuestro Dios los millones de criaturas nacidas en el crimen y el adulterio? ¿Que vuestro Dios prohíbe y castiga la violación de sus leyes, y que, a pesar de ello, crea cada día y a cada momento almas para esas mismas criaturas? Según la lógica más elemental, ese Dios es cómplice en el crimen, puesto que sin su ayuda e intervención, aquellos hijos de la lujuria no podrían haber nacido. ¿Dónde está la justicia, castigando no solamente a los padres culpables, sino hasta a la inocente criatura, por lo hecho por ese Dios mismo, al que, sin embargo, descargáis de toda culpa?…” El misionero miró el reloj, y de repente observó que se iba haciendo tarde para continuar la discusión.

PREG. ¿Olvidáis que todos esos casos inexplicables son misterios y que nuestra religión nos prohíbe analizar los misterios de Dios?

TEÓS. No, no lo olvidamos, pero rechazamos simplemente tales imposibilidades. Tampoco queremos haceros creer lo que creemos nosotros. Contestamos únicamente a las preguntas que nos dirigen. Tenemos, sin embargo, otro nombre para vuestros “misterios”.

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